20. El callejón de la paz

Evalúo, en el aeropuerto de Addis, mis heridas de guerra. Excepto la mamba negra, me ha picado todo lo que podía picar. Antes de subir al avión, dibujo un círculo azul alrededor de cada picadura para controlar que no me salgan nuevas. El gesto me trae a la cabeza mi primer viaje de estudios y a aquel compañero que dijo durmamos la siesta, y me quitó el pareo, y me trazó sobre la piel con un bolígrafo el perfil exacto del bañador. El tiempo agranda los detalles.

Hago transbordo en Estambul y leo que la policía turca está tratando de frenar el avance de la primavera. Miles de trabajadores en huelga han sido desalojados de la plaza Taksim, en cuyo centro permanece un único manifestante con los brazos pegados al cuerpo. Guarda silencio y lleva una bolsa. No puede detenerse a un hombre de pie. La policía ha expulsado a quienes intentaban acompañarlo: en señal de apoyo, han dejado sus zapatos en el suelo, rodeándolo como un cardumen. El aeropuerto se mantiene impermeable a todo acontecimiento. Este mármol que piso es menos real que la Turquía alzada de Internet.

Mientras franqueo el último control de seguridad, a punto de volar hacia Barajas, me acuerdo del Callejón de la Paz: un pasadizo harari que cruzan en sentido opuesto quienes buscan reconciliarse, porque la estrechez de sus paredes te obliga a rozarte al pasar. Me pregunto qué hubiera ocurrido si Rimbaud y la poesía lo hubieran atravesado al mismo tiempo. Me pregunto si traigo de este viaje alguna reconciliación. Mi maleta de regreso es considerablemente más ligera que la de partida. Cuánto tiempo será necesario para volver sin nada.