14. Pintarse la cara

Aunque en realidad es una ciudad de montaña, Bahir Dar tiene, gracias al Lago Tana, un desenfadado aire costeño. Después de cinco horas en barco, decidimos salir por la noche y visitamos un club cultural. Escondo la guía de viajes en un gesto inconsciente: no puede esconderse nuestra naturaleza faranji. Mi cara luce roja y ajena como la superficie de Marte.

Los parroquianos del Balageru Club son turistas interiores de Etiopía atraídos por el azmari, un espectáculo musical bufonesco que se representa allí todas las noches. Los bailarines zarandean los hombros y la cabeza como muñecos desencajados: se te ponen muy cerca, invitándote a acompañarlos, conscientes de que nuestra proverbial rigidez europea es un segundo divertimento. Entre baile y baile, entran en escena dos juglares que tocan violines de una sola cuerda mientras improvisan versos satíricos sobre el público. Sus víctimas favoritas somos, por supuesto, nosotras. Ni idea de lo que dicen, pero el club se viene abajo a carcajadas y nos reímos con ellos porque, hay que reconocerlo, son graciosos.

Me acuerdo del minstrel, ese género estadounidense de teatro musical en el que blancos con la cara tiznada parodiaban la cultura afroamericana de las plantaciones, llegando a tal grado el absurdo que, cuando se permitió a los afroamericanos representarse a sí mismos, tenían que tiznarse también la cara porque al público no le parecían suficientemente negros. Esta noche, en las antípodas de Alabama, la burla de los juglares hace con nosotros, sin saberlo, justicia poética.